Pedro L. Cascales López
Esta mañana hemos tenido la noticia: Jacobo Marcos Martínez Martínez ha fallecido. Hace unos días José Riquelme Marín y yo fuimos a llevarle el libro Historia ilustrada de Alcantarilla. Nos atendió su mujer. Estaban esperando la ambulancia y teníamos lo del virus dichoso. No pudimos verle. Quedamos para visitarle después pero no nos podíamos esperar este final.
Jacobo fue uno de los que en aquellos difíciles días sacaron adelante la Asociación de amigos del Museo de la Huerta. Era una época en la que Diego Riquelme significaba algo, en la que también Mariano Ballester significaba algo. Después vinieron otros tiempos. Esa Asociación cayó en manos de las debilidades humanas y poco a poco ha ido languideciendo víctima de sus propias y misteriosas veleidades.
Poco a poco aquellos primeros fundadores fueron apartados o se apartaron ellos mismos por coherencia y dignidad. Jacobo fue uno de ellos dentro de su discreción y honradez.
Y ahora nos ha dejado, pero por poco tiempo, porque pronto nos iremos viendo.
Recuerdo cuando Jacobo fue junto a otros compañeros a recoger la galera de Abizanda que yo había comprado un domingo a las once de la noche a Mariano Abizanda; porque gracias al aviso de Juanito Carrillo, de la fotomecánica Graphix, pudimos evitar que la persona que se había quedado con el derribo del edificio se la llevara al día siguiente, lunes, fuera de Alcantarilla. Fue una jugada maestra gracias a Juan Carrillo que fue a mi casa a avisarme de lo que sabía. Y no perdimos ni un segundo.
Después fue cedida al Museo y allí está. Y ese día en que se recogió la galera y se entregó al Museo de la Huerta, allí estaba, en la Calle Sevilla, Jacobo, junto a Daniel Serrano, Paco Giménez “El Gallo” y otros. Era junio de 1997.
Jacobo, junto con Diego Riquelme eran fervorosos devotos del Beato Andrés ‒el “Beatiquio” como lo llamaba él‒. Recuerdo su obsesión porque este beato tuviera una ermita; y cuando publiqué en el año 1999 el libro Topografía y evolución urbana de Alcantarilla incluí a última hora un anexo sobre lo que podía ser esa ermita, y que ya incluso se había ubicado su emplazamiento en el Plan General Municipal de Ordenación en el año 1982.
Pero después del alcalde Zapata, que estaba de acuerdo con la idea, vinieron otros alcaldes ‒mejor ni nombrarlos‒ y todo quedó en agua de borrajas.
¿Acaso alguien puede comparar lo que son contratos millonarios de aguas, basuras, jardines o chiringuitos como se dice ahora, con hacer una ermita? ¿Es que rentaba lo mismo?
Evidentemente, para algunos, no.
Tranquilo Jacobo, que cada palo aguantará su vela. Y hasta siempre.
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