sábado, 14 de noviembre de 2020

LAS EPIDEMIAS EN ALCANTARILLA DURANTE EL SIGLO XIX

 

Juan Cánovas Orcajada

Pese a las numerosas epidemias que han llegado a España, el mundo occidental no ha conocido una situación de excepcionalidad como la que hoy se vive desde la última gran pandemia de gripe a comienzos del siglo XX.

            Cuando apareció la epidemia del ébola en el año 2014, los noticiarios y periódicos dedicaron durante algunas semanas minutos y páginas a la noticia, pero pronto dejaron de informar cuando se comprobó que no se producían víctimas mortales en nuestro país. Bien es cierto que sus efectos fueron devastadores, sobre todo en los países africanos poco desarrollados, pero los escudos protectores de la sanidad del primer mundo consiguieron frenar el avance de la epidemia. 

            Las sociedades occidentales europeas y del nuevo mundo, hasta ahora habían relacionado las enfermedades epidémicas con los países pobres, y la Covid-19 ha venido a demostrar que eso no siempre es así. Incluso la Organización Mundial de la Salud mostraba una confianza excesiva en que nuestra avanzada medicina nos mantendría a salvo de cualquier epidemia, e incluso pandemia, que pudiera surgir en nuestro superpoblado planeta.

            No es del Coronavirus de lo que se va a tratar en este trabajo, nada más lejos de nuestra intención. Con él lo que se pretende es sacar a la luz una parte de la historia de nuestra villa, que en algunos momentos del pasado cercano sufrieron situaciones tanto o más angustiosas que las que ahora mismo vivimos, y al mismo tiempo infundir la esperanza de que, más pronto que tarde, los científicos encontraran la vacuna o vacunas que contrarresten este tiempo de intranquilidad. Lo consiguieron nuestros antepasados en unos momentos en los que la medicina estaba en pañales, y a pesar de eso surgieron mentes perspicaces que descubrieron vacunas para contrarrestar las enfermedades que amenazaban con aniquilar la especie. 

            En concreto nos centraremos en el siglo XIX, un periodo de nuestra historia a nivel  local bastante turbulento; a las inundaciones por desbordamiento de los ríos Sangonera y Segura y a las epidemias de todo tipo, tenemos que unir la malavenida de los franceses en 1812, que nos hará recordar siempre la pérdida irreparable de nuestro pasado hasta ese año. Frutos Hidalgo dice al respecto: “…en 1812, los franceses ocuparon la villa y la saquearon; tal vez en represalia por no haber podido coger en ella a los soldados de Freire o por el apoyo que a éstos prestaron los alcantarilleros. Aunque es más probable que fuera por venganza, a causa de haber muerto varios franceses a manos de los vecinos de alcantarilla. Independientemente de la motivación, el hecho es que quemaron el edificio del Ayuntamiento y destruyeron su archivo, perdiendo así la localidad innumerables y valiosísimas pruebas documentales de su pasado histórico” (1).

En primer lugar hay que dejar sentado que la causa fundamental de la mayoría de las epidemias que padeció nuestra región y su Huerta, tuvieron su origen en las reiteradas inundaciones y sequías que se producían cíclicamente. Con las avenidas, toda la zona de riego del río se inundaba, permaneciendo en ese estado mucho tiempo por no disponer de un sistema de desagüe adecuado. El agua estancada en zonas de huerta quedaba ahí hasta su descomposición, provocando la aparición de los insectos portadores de los virus epidémicos. Por su situación geográfica y su clima, nuestra región siempre ha tenido las condiciones más propicias para la propagación del cólera. A las aguas estancadas en numerosos puntos, había que sumar la insalubridad que suponía para las poblaciones y la huerta la habitual costumbre de sus habitantes de arrojar toda clase de inmundicias al río, desde animales muertos hasta las deposiciones de retretes que desembocaban en él. A todo eso se unía las elevadas temperaturas que en verano sufre nuestra región. 

            La primera epidemia que llegó a la villa, y a toda la provincia, fue la Fiebre Amarilla en el año 1811. En 1811 se padece la fiebre amarilla, que ocasiona numerosas víctimas en la población, y en 1834 el cólera morbo, con consecuencias en Alcantarilla todavía más graves que la epidemia anterior. A principios de siglo se presentan varios años de sequías pertinaces, con la consiguiente subida del precio de los cereales y el hambre para las clases más pobres. (2) Según comenta Alberto Castillo …ese año está catalogado como uno de los más calamitosos de la historia. Estábamos en plena guerra de la Independencia, había escasez de alimentos, grano para hacer pan, agua para beber e incluso ropa para vestirse. Por si todo eso fuera poco, apareció la epidemia, que había comenzado en Cartagena meses antes (3).      

            La fiebre amarilla o vómito negro es una enfermedad infecciosa viral aguda, causada por el virus y transmitida por mosquitos Aedes y Haemagogus. Fluctúa desde febrilidad leve hasta hemorrágica y hepática grave. La palabra amarillo del nombre se refiere a los signos de ictericia que afecta a los enfermos severamente. La transmisión de la fiebre amarilla fue un misterio para la ciencia durante siglos, hasta que en 1881 el cubano Carlos Finlay descubrió el papel del mosquito Aedes en su propagación (4). 

            Cuando salta la alarma el 27 de agosto con la primera persona fallecida que es sospechosa de portar el virus, la Junta de Sanidad manda que se entierre en el campo.

 

            Esa primera inhumación epidémica, con la anotación “en el campo” nos puede dar una idea de las intenciones de la Junta de Sanidad, al buscar un paraje alejado de la población y al mismo tiempo resguardado de las periódicas avenidas de los ríos para deshacerse de la posible plaga que se cernía sobre la villa.           

Los enterramientos por aquellos años se llevaban a cabo en el “Osario”, a espaldas de la iglesia de San Pedro. Determinaron con acierto que no era el lugar apropiado para enterrar cadáveres infectados. No hubo problema para seguir realizando inhumaciones en el sitio de costumbre; es el ejemplo llevado a cabo en la persona de José Salinas el mismo día de la primera sospecha.

            El 28 de agosto existía ya la fiebre amarilla en Elche, Orihuela, Alcantarilla, Palmar, Librilla, Alhama, Totana y Lorca. Así lo escribe el médico M. La Gasca en el libro “Examen de la memoria sobre la fiebre amarilla” que escribe en Murcia en 1812 (5).

            El siete de septiembre ya ha entrado definitivamente en la villa el mal, enterrando a una persona; esa mínima cantidad no se volverá a repetir hasta noviembre, porque al día siguiente serán cinco decesos, al otro seis, y a ese día le seguirán veinticuatro fallecidos. A partir de ahí, y durante cuatro meses hasta el veinte de diciembre que se da por erradicada la epidemia, los cadáveres fueron enterrados “en el sitio destinado para ello”, y no tenemos relato escrito de donde pudo ser.

 

            Por esa época, al parecer no había costumbre de extenderse mucho al reflejar en el libro los datos del fallecido. La exploración realizada en la década anterior y en las siguientes así lo corrobora. Habrá que esperar a 1836 para encontrar anotaciones detalladas.

            El catorce de septiembre fallece el presbítero de San Pedro Don Juan Bazquez García, que fue enterrado en el sitio destinado para ello de la obra nueva del Convento de Mínimos; y con la debida separación por razón de la presente epidemia.

            El veinte de diciembre de ese aciago año se da tierra a las dos últimas víctimas de la epidemia. Hasta ese momento, en los libros parroquiales, y desde que se comienza a considerar epidemia a mediados de agosto, quedan registradas trescientas treinta y siete personas del género masculino y trescientas cincuenta y cuatro del género femenino, haciendo un total de seiscientas noventa y un almas. Hubo días de 28 y hasta 33 enterramientos; esto nos puede dar una idea de lo pavoroso que pudo ser estar viviendo en el lugar, que en aquel año, según Frutos Hidalgo la villa tenía 768 vecinos (6). (Vecinos es referido a familias). Nos puede ayudar el saber que en 1812 los habitantes eran 3400 (6). Abundando que, cuando termina la epidemia, el cura Don José Pérez redacta tres páginas del libro de defunciones para relacionar las personas fallecidas durante la pandemia y que no fue posible saber el día de su óbito por la confusión. Son otros veintisiete hombres y sesenta mujeres las que se suman a los anteriores, elevando el total de víctimas a Setecientas setenta y ocho, con el margen de errores que exigen las anotaciones de las primeras y últimas víctimas, que pudieron o no serlo, pero que se incluyeron.

            Tampoco se sabrá si todos los fallecidos eran vecinos de la villa, y cuántos de ellos se encontraban de paso y les pilló la muerte aquí.

            La epidemia de la Fiebre Amarilla aún no se había ido de la región. Lamentablemente, al paso de los franceses y la ruina que nos causaron se le unió un rebrote del virus entre los meses de agosto y noviembre de 1812. Ya desde el principio se puede leer en una inscripción del libro, que el entierro se realizó en el sitio destinado para el Cementerio de esta Parroquia. Ya no se tuvo que buscar, como en 1811, un sitio destinado para ello, al haber llegado a un acuerdo con la congregación de los Padres Mínimos para poder utilizar una parte del huerto junto al Convento como cementerio desde el 10 de mayo de ese año (6).

 

            El 30 de octubre, y con motivo del fallecimiento de Domingo Parra, el sacerdote Don Juan Fajardo y Martínez recoge testamento por allarse ausente el Exmo. De este Numero con motivo de la Epidemia que se alla Protocolado. Tenían Protocolo y a él se atenían.

            A pesar de no ser tan mortífera como la del año anterior, cuando se dio por finalizada quedaban registradas ciento setenta y una personas en el libro de defunciones, a contar desde que el 20 de agosto que los fallecimientos fueron continuos.

            El seis de septiembre de 1825 no fue una epidemia lo que llegó, pero para los habitantes de Alcantarilla, que ya habían perdido en el pasado su primer asentamiento por culpa de la más grande avenida de los dos ríos, el Segura y el Sangonera, siempre estaba lloviendo sobre mojado. Se hizo presente la gran ruyna que ha causado la havenida del rio de Sangonera por haver sido tan excesiva que a pasado por encima del Malecón, por estar este algo deteriorado, e inundando las casas hasta la altura de seis palmos en algunas, y también haverse arruynado algunas casas, principalmente las de (sigue una relación de 16 vecinos), y otras muchas… (7).

En los años de 1833 y 1834 llega a la provincia de Murcia la primera epidemia de cólera del siglo.  

La propagación del mal se extendió a otras regiones debido al paso de las tropas isabelinas del general Rodil desde Andalucía a las Vascongadas (para sofocar allí la insurrección carlista), al mismo tiempo que surgía un nuevo foco en Barcelona esta vez originado por un barco de guerra español procedente de puerto francés con destino a Algeciras. El miedo se apodera del país, y a las crisis política y económica del momento, se une la psicológica de una población ya castigada en años anteriores por las guerras, el hambre, la miseria, y las no menos graves epidemias de viruela y de fiebre amarilla que a lo largo del siglo XVIII y principios del XIX habían asolado también España.

            Esta situación obligó a autoridades y médicos a la busca de una etiología, hasta el momento inédita, para combatir de modo científico con la muerte. Todavía estaba lejos el descubrimiento por Koch del vibrión colérico y la aplicación de las primeras vacunas. Los conocimientos médicos por esos años, deficientes entonces, aunque no exentos de buen sentido en muchos casos, se van a mezclar con supersticiones populares y con teorías no científicas de todo tipo, dando lugar a una variada profilaxis. El instinto de supervivencia hará surgir milagrosos y maravillosos remedios; y uno de los que llegó a alcanzar más fama en la época, se dio precisamente en nuestra región con el nombre de "polvos de las viboreras". Pero, en los días iniciales, las primeras providencias de carácter general, respondieron a la creencia muy difundida de que la enfermedad se propagaba por la atmósfera. Por eso, el Municipio de Murcia mandó hacer grandes humaredas en las calles con leñas olorosas tales como el romero y otras, en las que invirtió la considerable cantidad, entonces, de 10.000 reales.

            Los únicos pueblos de que se dio noticia en el Boletín Oficial de la Provincia fueron (además de la ciudad de Murcia) Puerto Lumbreras, Lorca, Yecla, Cieza, Archena, Abanilla, Ceutí, Jumilla, Totana, Albudeite, Ulea, Ojos, Ricote, Librilla, Fortuna, Blanca, Alcantarilla, Villanueva, Calasparra, Mula y Cotillas. Los partes se iniciaron el 17 de junio y el último fue dado el 16 de octubre. No se expresa en ellos distinción por sexos o edades, y, para una morbilidad varias veces superior, los diferentes pueblos citados (a excepción de Murcia), dan una mortalidad total de mil trescientos noventa y un muertos. La cifra, dentro de lo trágica, está muy por debajo de la realidad (8).

            El cólera es una enfermedad infecciosa causada por las enterotoxinas del bacilo Vibrio Cholerae. Los enfermos muestran un síndrome basado en vómitos y una excesiva diarrea con heces líquidas sin mostrar apenas fiebre, tras un periodo de incubación de uno o dos días. La muerte se produce por deshidratación en menos de una semana. Habitualmente, la enfermedad se transmite por el agua y los alimentos. Cuando el brote se establece en una población, son las propias y abundantes deposiciones (en más de treinta ocasiones por día) las que contaminan con suma facilidad las fuentes de agua potable y las ropas de las personas afectadas. Su incidencia es mayor en los países de clima cálido (9).

            A finales del año 1833, cuando la epidemia ha afectado a parte del oeste y sur del país, la Junta Provincial Sanidad de Murcia manda editar un folleto en cuarto, cuyo largo título dice así: Plan curativo del cólera-morbo mandado publicar por S. M. la Reina Gobernadora, para que circulen en todos los pueblos de la Monarquía, y en particular en aquellos donde por desgracia se padezca dicha enfermedad; y sirvan la doctrina y consejos que encierra, de gobierno á los Profesores del arte de curar, que tuvieren necesidad de ellos, y á cuantos se hallen al lado de los enfermos; redactado del que con igual objeto dispuso estractar (sic) la junta de sanidad de esta Capital, de la Real Academia de Medicina y Cirugía de los reinos de Granada, Jaén y Murcia . En él se trata de enseñar a reconocer los síntomas de la enfermedad, en los que prevalecen las diarreas, náuseas, dolor y calor en la boca del estómago, los vértigos y vómitos; y se prescribe el tratamiento para curarla, con recomendación de que el paciente guarde cama y dieta, y se le suministren infusiones de manzanilla, té, hierba luisa, hierba buena o mejorana, dentro de las cuales se echarán de 15 a 18 gotas de espíritu minderero (acetato de amoniaco líquido) siempre que el mal esté en sus inicios. Si se encuentra avanzado, se le dará a beber agua tibia y se le hará tragar ipecacuana en polvo, sin olvidarse de las sangrías y de cuantos remedios aconseje su estado. Si hubiera estreñimiento, se le administrarán lavativas suaves, evitando que deriven en diarrea (10).

En nuestra villa, desde primeros de julio de 1834 que se extiende la plaga, los galenos del lugar certificaron las muertes con la enfermedad de “cólico vilioso”, dolencia desconocida en los libros de medicina actuales, y con total certeza de que no fuese la causa real del fallecimiento, pero las autoridades ocultaban conscientemente el número de infectados y su gravedad para no provocar la alarma. Dando un repaso a las enfermedades causantes de las muertes en aquel año, y que se hacían constar en el libro de defunciones de la parroquia, antes de que llegara la epidemia encontramos fallecidos por dolor de costado, tabardillo, perlesía, humor maligno, tisis, cólico, pufos, tercianas, asma y calenturas estacionales, entre otras.

Entre las muertes producidas por el cólera se encuentran las de dos hermanos párvulos (menores de diez años), Salvadora y Luis, hijos de Diego Cánovas y Francisca Martínez, que fueron enterrados los días seis y ocho de julio con exequias de segunda clase. Debió ser terrible el dolor de la familia al perder en dos días ambos vástagos.

 

            La enfermedad estuvo segando vidas en nuestra villa desde primeros de Julio hasta el mes de Septiembre, aunque hubo alguna otra víctima hasta enero de 1835. El total de registrados en los libros de la parroquia son diecinueve párvulos, cuarenta y cuatro mujeres y veintiún hombres, lo que arroja un total de ochenta y cuatro fallecidos.

 

            Los enterramientos de la epidemia del 34 se realizaron en el cementerio del Salvador. No existen reseñas, ni en las actas capitulares del Ayuntamiento, ni en los libros parroquiales, que nos muestren indicios de la construcción del mismo, pero sí existe constancia de que el huerto de los frailes, que les hacía ese servicio, ya no había podido seguir siendo usado desde primeros del año 1816 por la negativa de los Padres Mínimos a ello, en base a que ni se les había pagado lo acordado por la Junta de Sanidad, ni se habían realizado las oportunas obras de un cercado adicional, por lo que “cuantos cadáveres se enterraban, en el momento eran comidos por perros y zorras” (6).

            Del libro parroquial de actas de cofradías y hermandades del siglo XIX, y  en el Cabildo que celebró la del Rosario el 30 de noviembre de 1834, se puede leer lo siguiente referente a las epidemias: En la iglesia parroquial de San Pedro, bajo la presidencia de Don Pascual Martínez, cura propio de dicha iglesia, los hermanos de la cofradía en número de veintitrés, ante el presbítero Don Diego Montoya Carrillo, hermano secretario y el hermano mayor Luis Carrillo.

            … de otra cuenta resultaba que habían fallecido en el presente año veinticuatro hermanos, que son: María Bermúdez mujer de Pedro Guzmán, José Giménez Ortuño, Juan Cánovas, Sebastián Castro, José Carrillo, Josefa Ortuño, Juan Martínez, Catalina Sandoval, Catalina Lorente mujer de Miguel Pacheco, José Cascales Pujante, Juan Rodríguez, Josefa Almagro María Encarnación del Cerro mujer de Patricio Arnaldos, Francisco Saavedra, Isabel Riquelme, María Alarcón, Matías Tomás, Sebastián Lorente, Catalina Hernández, Bartolomé Carrillo, Josefa García, Juana Carrillo Pacheco viuda de Narciso Jiménez, y María de los Ángeles Frutos. De los que sólo los tres primeros se les habían hecho y pagado sufragios y el entierro; a los restantes se les habían hecho entierro y sufragio a seis o siete, pero adeudaban los derechos parroquiales al señor cura. Y a los demás hasta los veinticuatro nada se les había hecho, y todos ellos carecían de las misas. Los hermanos contestaron a esto que le era imposible a la cofradía el pagar los entierros y sufragios de los 24 hermanos fallecidos por falta de fondos, a no ser que el señor cura, teniendo esto en consideración, tuviese la bondad de perdonar la mitad de sus derechos, pues en los años 1811 y 12, el cura que por entonces era Don Juan Fajardo no le cobró a la cofradía derecho alguno de los muchísimos hermanos que por aquellos años murieron de la epidemia de fiebre amarilla; y que lo propio debía suceder con los 24  que en este año han fallecido del cólera morbo. Que éste era el dictamen y opinión general de la cofradía, pero que los comisarios, hermano mayor, secretario y otros, por evitar etiqueta, disensiones y disturbios en la cofradía, habían propuesto que se pagasen al cura y sacristán la mitad de sus derechos de los 24 entierros, y en cuanto a las misas, se irían diciendo en los domingos del año, cada domingo por un difunto según el orden que fallecieron, y los restantes se pagarían del estipendio de ingresos.

            El señor cura contestó que sólo perdonaría la tercera parte de sus derechos, pero no la mitad, y que si la cofradía no pagaba lo que era regular, que procedería contra ella, pues ya tenía presentado un escrito al señor provisor sobre el que había recaído providencia, pero que no haría uso de ella si se arreglaban y transigían, y como la diferencia sólo consistía en unos veinticinco maravedíes por cada entierro y los ánimos se iban sobresaltando, acalorados con las expresiones del cura, yo el secretario propuse la mediación, y pude lograr se ajustasen todos, y en el acto se le entregaron al señor cura el importe de ocho entierros a razón de 6 reales por cada uno, que dijo estaban si celebrar, pero que desde mañana principiaría a celebrarlos, en la inteligencia que los restantes no los celebraría si primero no se le pagaban; a lo que se le contestó que según lo exigieran las circunstancias se haría, haciendo la cobranza, pagando atrasos y haciendo sufragios, pues las andas que se habían mandado fabricar a María Santísima, sin prever que podría el cólera hacer 24 víctimas, debían pagarse, y en efecto se había dado ya alguna cantidad, pues no era honor de la cofradía el volverse atrás del trato que tenía hecho con el maestro tallista sobre las andas, y caso de hacer una vileza deshaciendo el trato, podía muy bien el maestro obligar a que se le cumpliese.

            Pues parecía que la repugnancia del cura sólo recaiga en que con el importe de las andas se podían hacer los entierros que restaban, pero después de algunas contestaciones todos se aquietaron. De las cuentas no resultaba dinero alguno existente, pero sí algunas fincas o deudas de tarjas, que estaban adeudando algunos hermanos, que habían dicho no pagaban hasta tanto que vieren el resultado de los entierros o transacción con el cura.

            Se trata sobre si los alimentos de los enfermos pobres debían seguir o no pagándose de por mitad o en qué forma; y se resolvió por todos se siga por ahora pagando sólo la mitad, como en el último año, esto es veinte reales a cada enfermo pobre.

            Al leer lo relatado en la mencionada acta, era preciso buscar si en alguna otra se trataban los hechos descritos, encontrando en la del 30 de octubre de 1831 lo siguiente: Se admitió también por hermano al presbítero Don Antonio Hernández Caravaca, el que era capellán de la Misa de la Aurora por los años de 1811, y se le quedaron debiendo como unos doscientos reales, pues como en aquella época desgraciada de la fiebre y epidemia, se acabaron los fondos, murieron casi todos los hermanos y no existió la cofradía en algunos años, ni hubo con qué pagar dicha cantidad, ni el tal presbítero jamás la ha repetido. Malos tiempos aquellos para las cofradías, cuya razón de ser era encargarse de enterrar a sus difuntos y pagar misas por ellos, además de alimentar a los huérfanos y pobres.

            Como en la relación de hermanos fallecidos del año 1834, y en tercer lugar se cita a un Juan Cánovas, ante tal coincidencia busqué referencias por si se tratara de algún ascendiente familiar pero no fue así. De lo que sí me di cuenta fue que todos los fallecidos del año no eran precisamente del cólera morbo; concretamente mi tocayo murió de perlesía (parálisis o mucha edad). Tenía setenta y dos años.

            Pasada la epidemia, y antes de finalizar el año, nuevamente el río Sangonera se salió de madre rebasando el malecón y arrasando los cultivos. Esa vez se cobró una víctima en la persona de María Parreño, que “murió bajo las ruinas de su casa destruida por la inundación del río Sangonera”. Era el día 8 de diciembre.

El seis de diciembre de 1848, el alcalde Don José López Toral y su Corporación acuerdan, después de leída la Real Orden de 9 de noviembre y circular de 28 del mismo del Sr. Jefe Político de la Provincia, aumentar el presupuesto municipal del año entrante con la cantidad mayor posible, para atender a las necesidades que ocurran en el caso de que se presente en esta población la enfermedad del cólera. Se aumenta en efecto la suma de tres mil quinientos diecinueve reales, a razón de un real por cada una de las almas de que se compone este vecindario, en atención a no poderse recargar con otra mayor el indicado presupuesto municipal, por no haber más medios para cubrir sus gastos que el repartimiento vecinal (11).

Sobre los habitantes que en ese momento hace constar el alcalde que residen en la villa, tenemos que hacernos eco de las dudas que se exponen en el libro de Frutos Baeza ya citado, pues en 1856, haciéndose eco de Josefina Sabater Ríos, nos dice que existían 4083 almas; mucha diferencia encontramos en tan poco espacio de tiempo para tan alto crecimiento demográfico: 564 habitantes en 8 años (12).

Apareció la epidemia, pero fue seis años más tarde, en 1854, comenzó a hacer estragos a mediados de octubre y se esfumó a mediados de noviembre. Al inicio, los médicos diagnosticaron las muertes por distintos motivos: cólico y diarrea, cólico y dolor, diarrea, y finalmente por el síntoma evidente: el cólera morbo.

El día 23 de octubre falleció el presbítero Don Lorenzo Pérez, de cuarenta y tres años, también abatido por el cólera morbo.

            Los días de la epidemia que agobiaron a los enterradores fueron muy pocos, comparados con aquella primera de fiebre amarilla: 6 inhumaciones los días 26 y 30 de octubre, 7 el 20 de octubre y 8 el 29 de octubre. El resto, hasta completar el total de 64 víctimas se repartió entre los restantes días de los dos meses, estando repartidas entre 14 hombres, 16 mujeres y 34 párvulos.

            En la provincia, las gentes abandonaban aquellas localidades donde el cólico sospechoso se hace sentir, y mientras que los pequeños burgueses, los terratenientes y los poderosos enganchan sus galeras para llevar a las familias a las casas de campo, los desheredados huyen en caravana de los pueblos hacia lugares aún no afectados por la epidemia donde dejan entrar al forastero; el caos se apodera de la provincia “porque la epidemia arrastra consigo el paro; y con el paro el hambre; y con el hambre la exasperación” (13).

            Entre la visión apocalíptica de la Murcia del momento, con los que pueden huir y los que no, conviviendo con la muerte, su obispo Barrio clamaba con tono condenatorio: “El dedo de Dios está sobre nosotros, la espada vengadora de la Justicia Divina se deja ver, castigando la multitud de nuestros pecados; los hombres y los pueblos han provocado insensatos la ira de todo un Dios, y Dios irritado castiga. El azote del malificado cólera es una de las copas calificadas que contiene la cólera del cielo (…)” (14).

En 1859, y terminando el mes de julio, aparece el primer caso de Cólera en la villa, y en esta ocasión el facultativo no lo duda al afirmar que el fallecimiento es debido al cólera. Desgraciadamente no fue el único, y el día 2 de agosto el alcalde Don José Gómez de Albacete y Castillo reunió al Concejo para tratar del asunto y dictar un bando para que los habitantes de la villa sean constantes en el barrido y rociado de las casas, y para que quiten los montones de basura de las calles (11).

El día 8 del mismo mes, y viendo que la media de víctimas era de 3 diarias, vuelven a reunirse nuevamente. Entre otros puntos deciden dividir la población en cuatro distritos, “de la Iglesia”, “del Raso”, “de San Roque”, y “del Convento”, y cada uno tendrá un celador. También acuerdan que para evitar aglomeraciones que aumenten el contagio de la epidemia, se suspendan las funciones de iglesia (en el Convento de San Francisco y San Roque) pero sí en la iglesia parroquial de San Pedro (11).

Durante el resto del mes siguió azotando la plaga a los sufridos alcantarilleros, pero no con la virulencia de anteriores epidemias, quizá por las medidas de prevención adoptadas por los regidores. A finales de ese mismo mes se vieron libres de la pesadilla. El saldo en difuntos fue de once hombres, diecinueve mujeres y cincuenta y dos párvulos, con un total de ochenta y dos almas. Esta vez fueron los más débiles los que no soportaron los ataques virulentos.

 

La riada de Santa Teresa en octubre de 1879 la originan los ríos Sangonera y Segura. El primero, al pasar por encina del malecón como habitualmente hace. No se debió reparar después de la última avenida, o se hizo con escasa consistencia y altura. Cuando se unen los dos ríos el desastre para huerta es total. Esta riada origina el viaje de Alfonso XII a Murcia por ferrocarril. En el dibujo al natural que hizo J. Comba se le puede ver dando consuelo a los habitantes de Alcantarilla, cuando se vio obligado a descender del tren en nuestra villa por estar cortada la vía del ferrocarril en Nonduermas a causa de la inundación, y seguir viaje a la capital por carretera.

En 1884 se inició una epidemia de cólera en Murcia que intentó frenarse mediante el control del tráfico de personas y mercancías. Y aunque se intensificaron los controles sanitarios, el brote fue más fuerte hacia 1885, principalmente en los municipios de Murcia, Cartagena, La Unión, Lorca, Caravaca, Águilas, Mazarrón, Ricote y Molina de Segura (15).

            En Alcantarilla no tuvo incidencia importante. Fue en 1885, año donde se dieron la mano las dos plagas que periódicamente nos visitaban. Por una parte la avenida del Sangonera, y para completar el cuadro de un año catastrófico, la epidemia de cólera.  Los primeros casos, como en anteriores ocasiones, no recibieron de los galenos la prescripción correcta: Enteritis el primer bebé de 4 días, gastroenteritis la señora de 66 años, y enteritis nuevamente el bebé de seis meses. A partir de ahí parece que no tuvieron duda de que lo que les había caído encima era nuevamente la epidemia con todas sus consecuencias. Comenzó el diez de junio y el día 16 ya llegaron a enterrar ocho personas en la misma jornada; siete en la siguiente, 10 y 12 en las posteriores. Hubo alguna otra de 10 y 9 fallecidos, y el resto distribuidos en los demás días desde el diez de junio citado hasta el 9 de octubre que se inhumó al último hombre infectado. En total 35 hombres, 55 mujeres y 75 párvulos, 165 vidas humanas.

 

Se temía la llegada de un rebrote en 1886 como el que se produce en Murcia capital, que dio lugar a una nueva venida del rey Alfonso XII.

En 1887, y por el Concejo, se dan normas para evitar la epidemia del paludismo, que estaba ocasionando estragos en Cartagena. Uno de los organismos dependientes del Ayuntamiento que a partir de ese momento estuvo funcionando con efectividad fue la Junta de Sanidad. Muy a su pesar se dieron algunos casos de esa enfermedad en Alcantarilla (16).

Fue en el verano de 1887 cuando aparecen brotes de distintas enfermedades, aunque la suma de todas ellas no fue en número alarmante. Entre los enterrados los galenos detectaron dos personas atacadas por las fiebres palúdicas, una por la malaria, nueve por el cólera, una por el carbunclo (ántrax) y siete por disentería.

 

            El censo de población en ese año era de 4606 habitantes. Mucha importancia había tenido para llegar a ese número el ferrocarril y el efecto llamada que para comerciantes e industriales había ocasionado el mismo.

            El Ayuntamiento, siguiendo los pasos del concejo de Murcia, hizo gestiones para traer a nuestra villa agua potable para consumo humano. En la sesión de 2 de septiembre se debate la solicitud del vecino de La Alberca Juan Paredes, que poseía los derechos de la empresa de aguas Santa Catalina del Monte para utilizar las sobrantes de las surtidas a la ciudad de Murcia, proponiendo abastecer con ellas a nuestra población, lo que acuerda el concejo y se ratifica el día 16 del mismo mes aceptando la concesión (16).

            Nuevamente se cierne sobre Alcantarilla la epidemia del cólera. El 23 de septiembre de 1889 fallece una persona a la que se le diagnostica cólera esporádico. Pero fue una falsa alarma. Hasta fin de año solamente tres personas murieron sospechosas de portar el virus. Cuando aparece en Murcia al año siguiente ya no hay quien frene el contagio.

 

            El censo de la población ascendía a 4.622 habitantes, según se puede ver en la sesión del Ayuntamiento del día uno de junio de 1890. En la del día 22, el alcalde Don Rodrigo Manchón España informa de la circular enviada por el Gobernador Civil con las medidas de prevención que han de adoptarse ante la invasión epidémica y modo de prevenirla, así como de la reunión celebrada con la Junta de Sanidad Local. Se redacta un bando para pregonar prohibiendo llevar a las eras fósforos ni otro material inflamable, y mucho menos fumar. En la sesión del día 29 se acuerda buscar fuera de la población un barracón o casa que sirva para llevar y retener a los enfermos sospechosos de la epidemia, además de quemar desinfectar su domicilio, quemar sus muebles y ropa (11).

            A partir del día 5 de julio de 1890 las defunciones se van sucediendo a un ritmo constante, causadas según el dictamen de los Sres. doctores por gastroenteritis, enterocolitis o enteritis. Todo antes que alarmar a la población. 

            El día 6 de ese mismo mes se reúne el pleno del Ayuntamiento. Han de contestar al Gobernador Civil, que les pregunta con qué recursos cuenta la Corporación para hacer frente a la invasión epidémica. Acuerdan por unanimidad votar del capítulo de imprevistos Quinientas pesetas para atender gastos que se pudieran presentar, ya que las noventa pesetas que se pensaron en un primer momento posiblemente no den para mucho. También recuerdan que hay que seguir fomentando una suscripción iniciada el 30 de junio con ese motivo, y que espontáneamente ya lleva recaudadas próximamente a dos mil pesetas (11). Para hacernos una idea de los números que se barajaban en esos momentos, el presupuesto que el Ayuntamiento aprobó para el ejercicio del año 1891 fue de 1.074 pesetas con 38 céntimos.

 

            El 19 de octubre se reunió la Junta de Sanidad alertada por el parte que les había entregado el facultativo Sr. López Palacios, sobre un caso sospechoso de cólera que se había presentado, seguido de muerte, en la persona del vecino de esta villa Luis Guillamón Sáez. (Y aún con esas evidencias, en el certificado de defunción declaró que su muerte se había producido por gastroenteritis). La Junta acordó la desinfección de la casa habitación del finado, el aislamiento de la familia y quema de todas las ropas de cama y uso del difunto, como de todos los enseres que habían estado a su servicio. Además, el señor alcalde pagó los gastos de desinfección, e indemnizó a la familia por los ajuares, ropas y enseres perdidos, con parte de las quinientas pesetas de las que disponía para ello (11).

            A partir de ese momento, y hasta la finalización de la epidemia, los médicos certificaron la enfermedad que ocasionaba las muertes como cólera, enterocolitis coleriforme o enterocolitis. Algún otro quedó todavía como gastroenteritis o enteritis.

            El 16 de noviembre se reunía nuevamente el Concejo. El alcalde comunica que, aun cuando el estado excepcional no había pasado, tenía no obstante la satisfacción de anunciar al Ayuntamiento que habían transcurrido ya algunos días sin darse caso alguno sospechoso. Dio cumplida cuenta de los gastos ocasionados por la epidemia hasta el momento, y que ascendían a ciento noventa y cinco pesetas con veinticinco céntimos (11).

            Efectivamente, desde ese día la epidemia estaba dominada, aunque todavía se cobró tres víctimas hasta el ocho de diciembre, hasta hacer un total de setenta. De ellas 3 eran hombres, 9 mujeres y 58 párvulos.

El 17 de febrero de 1895, siendo alcalde Don Juan Saavedra Alburquerque, se reúne el concejo para tratar sobre la inundación del río Segura sucedida el día 13 a consecuencia de las lluvias torrenciales y deshielo en las vertientes, alcanzando una altura las aguas jamás conocida en este pueblo ni provincia. Que con este motivo se habían visto una vez más enlagunadas las tierras de los sotos, arrasadas las hortalizas, árboles y demás frutos existentes en los mismos, destruidos puentes, azarbes de riego, márgenes de las propiedades hasta el punto que ha dejado en la mayor miseria a muchos colonos, perdiendo en una noche el fruto de su trabajo con tanto sudor depositado en las tierras que habían de darles alimento. En esta situación acababan de presentarse en la Casa consistorial más de 60 de estos colonos, haciendo pública su desgracia y manifestando que se trasmitiera a las autoridades superiores por si el Gobierno de S. M. se apiadaba de su triste situación y venía en su socorro como en otras ocasiones ha sucedido.

            Expuestos estos hechos de los que ya eran conocedores los individuos del Ayuntamiento, acordaron consignar la justifica de la petición de los que han sido una vez más víctimas del devastador elemento y que procede por lo tanto se ponga de manifiesto lo expuesto por los infelices colonos de esta huerta al Sr. Gobernador Civil de la provincia, para que unida su queja con la de los demás habitantes perjudicados en la huerta de Murcia, sean partícipes con ellos de los beneficios que quiera dispensarles el Soberano; e interín que se tome nota de todos los que tienen tierras inundadas con el número de tahúllas (11).

El día 24 del mismo mes el alcalde vuelve a reunir a los concejales en el Ayuntamiento para informarles que se había oído su ruego en Madrid, y el 16 del corriente se había concedido una subvención de 1.000.000 de pesetas con destino a las provincias castigadas por las inundaciones, de las que se destinaban a Murcia 100.000 pesetas, y a nuestro pueblo le habían correspondido 1.000, ordenando se constituya la Junta Municipal que ha de entender en la distribución. El Ayuntamiento quedó enterado, acordando que a la mayor brevedad se constituya la citada Junta, y que por el Sr. Alcalde se retiren del Gobierno Civil las 1.000 pesetas, teniendo presente para su inversión las prevenciones contenidas en la comunicación y Real Orden de que antes se ha hecho mérito; esto es, que no siendo destinada esta cantidad a indemnizar los daños causados, deben emplearse en aliviar la situación precaria en que han quedado algunos vecinos por efecto de la inundación del Segura, fomentando obras que sean en beneficio de la agricultura en las que se les dará ocupación (11).

            Y llegó 1898 con la Viruela, otra epidemia cíclica de las que afortunadamente ya se contaba con vacuna. El 17 de enero se detectó el primer caso, que el facultativo calificó como “viruela confluente”. Todos los casos registrados en el libro de defunciones de la parroquia fueron espaciados durante todo el año. Desde ese primero hasta el último registrado el 21 de octubre, se contabilizaron 24 víctimas mortales. De ellas fueron sólo 2 hombres, 1 mujer, y el resto 21 párvulos.

            La viruela fue una enfermedad infecciosa grave, contagiosa, y con un alto riesgo de muerte, causada por el virus Variola virus. Los síntomas iniciales incluían cuadros de fiebre y vómitos, seguidos por la formación de llagas en la boca y erupciones cutáneas. Al cabo de unos días, las erupciones se convertían en protuberancias cargadas de denso líquido, con un característico hundimiento en el centro. Con la evolución de la enfermedad se convertían en pústulas y después en costras, las cuales se caían y dejaban las características cicatrices en la piel. La enfermedad se propagaba a través del contacto de personas sanas con personas contagiadas o mediante el intercambio de objetos contaminados con el virus responsable de la enfermedad.

            En la siguiente inscripción se lee, además del calificativo de cólera en la causa de la enfermedad, que el enterramiento se lleva a cabo “en este Cementerio del Salvador”. El camposanto, citado tantos cientos de veces en los libros de difuntos a través del siglo desde su construcción sobre los años veinte, aún no tenía nombre oficial, hasta que en una inhumación realizada el día 9 de junio de 1894 el sacerdote lo nombró de esta manera, y así siguió llamándose hasta su demolición en el siglo veinte.

 

            Ese año también se sale de madre nuevamente el río. Esto causa alarma en el Concejo de la villa por las consecuencias de un rebrote, y el 22 de enero de 1899 celebran sesión plena siendo alcalde Don Francisco Riquelme Giménez.

            Manifiesta el regidor que la epidemia se había desarrollado y estaba produciendo estragos en varios partidos rurales de Murcia linderos a este término, y en los pueblos de Librilla, Cotillas y otros. Que consultados los Médicos Municipales sobre los medios de prevenir esta enfermedad manifestaron que además de la higiene y limpieza que había de observarse en las casas y personas, proponían como medio científico la vacunación y revacunación de todas las personas que no lo estuvieren antes (11).

            Autorizaron al alcalde para la adquisición de linfa-vacuna en cantidad suficiente para vacunar a las personas del vecindario pertenecientes a la clase de pobres. Encargó para ello al práctico Don Juan Giménez Plaza, que la venía efectuando años atrás bajo la supervisión de los médicos municipales, y para ello se libró la cantidad de 75 pesetas (11).

            El 7 de marzo de 1899 se vuelven a reunir en sesión, y el alcalde manifiesta que Don Juan Giménez Plaza había adquirido vacuna del Instituto de la ciudad de Murcia y del General de Vacunación de Madrid, y que había vacunado a muchas familias de pobres y a otras que no lo eran, presentando relación que los concejales consideraron oportuna, merced a lo cual se había evitado la propagación y desarrollo del virus varioloso, aprobando en un todo la conducta observada por el Sr. Alcalde en asunto de tan vital interés, agradeciéndole su labor en pro de la salud pública.

            En la búsqueda de posibles víctimas de la viruela, y hojeando páginas del libro de defunciones, apareció la inscripción el 16 de junio de José Sandoval, que tuvo la mala fortuna de ser herido por un rayo y posteriormente le mató. Era un joven de treinta y tres años de edad que vivía en la casa llamada de los Pavos Reales.

            Así se llega al fin de siglo, y con él termina el objeto de este trabajo. Las epidemias se repitieron durante esos cien años, con mayor o menor virulencia, y otras enfermedades contagiosas también tuvieron protagonismo llevándose vidas de párvulos y algunos mayores; raquitismo, dentición, sarampión, fiebres tifoideas, varicela, alferecía (epilepsia), coqueluche (tos ferina), y otras.


Apéndice.

La transmisión de la Fiebre Amarilla fue un misterio para la ciencia durante siglos, hasta que en 1881 el cubano Carlos Finlay descubrió el papel del mosquito Aedes en su propagación.

El cólera. En 1854, John Snow, médico británico, demostró que el cólera era causado por el consumo de aguas contaminadas con materias fecales, al comprobar que los casos de esta enfermedad se agrupaban en las zonas donde el agua consumida estaba contaminada con heces.​ En 1884, Robert Koch, médico y microbiólogo alemán, aisló e identificó la bacteria vibrio que causaba el cólera.​ Tras este descubrimiento, en 1885, la vacuna anticolérica fue preparada y administrada por primera vez a miles de personas. 

La viruela. En 1798 Edward Jenner inició lo que posteriormente daría lugar a una vacuna: un ensayo con muestras de pústula de la mano de una granjera infectada con el virus de la viruela bovina, y lo inoculó a un niño de ocho años. Jenner inoculó al niño en ambos brazos ese día, lo que le produjo fiebre y cierta inquietud, pero ninguna infección grave. No se produjo ningún síntoma. El niño fue más adelante probado de nuevo con material variólico, y de nuevo no mostró ningún signo de infección. Había descubierto la vacuna.

  

Bibliografía

1)     Frutos Hidalgo, Salvador – Historia de Alcantarilla, de la prehistoria al fin del señorío – Alcantarilla 1999 (página 235)

2)     Frutos Hidalgo, Salvador – Historia de Alcantarilla, de la prehistoria al fin del señorío – Alcantarilla 1999 (página 248)

3)     Castillo, Alberto – La fiebre amarilla que asoló la ciudad – La Opinión de Murcia 26-4-2018

4)     Wikipedia – La fiebre amarilla

5)     M. La Gasca – Examen de la memoria sobre la fiebre amarilla – Murcia 1812 (página 20)

6)     Cascales, Pedro L, y Cánovas, Juan – Los cementerios de la villa – (artículo publicado en este blog)

7)     Frutos Hidalgo, Salvador – Historia de Alcantarilla, de la prehistoria al fin del señorío – Alcantarilla 1999 (página 250)

8)     Ayala Pérez, José – Aspectos sociales de la epidemia de cólera de 1834 en Murcia – Revista Murgetana nº 40.

9)     Wikipedia – Epidemias de cólera en España.

10)  González Castaño, Juan – Recetas y remedios contra el cólera en tierras de Murcia durante el siglo XIX - (Revista Murciana de Antropología, Nº 16, 2009 Págs. 300)

11)  Actas Capitulares Ayuntamiento de Alcantarilla (1848-1899) – Archivo Municipal de Alcantarilla.

12)  Frutos Hidalgo, Salvador – Historia de Alcantarilla, de la prehistoria al fin del señorío – Alcantarilla 1999 (página 258)

13)  García Abellán, Juan – Genio y figura de Antonete Gálvez – Murcia 1976

14)  Barrio, Mariano – Cartas pastorales – Murcia 1854

15)  Pérez Crespo, Antonio – La Opinión de Murcia 28-11-2010

16)  Saura Mira, Fulgencio – Anales de la villa (Boletín Informativo nº 14, 1º Semestre 1975)

n  Libros de defunciones de la Parroquia de San Pedro Apóstol (Lectura digital con Family Search)

n  Libro de actas de cofradías siglo XIX de la Parroquia de San Pedro ( “                                      )

n  La reproducción original de J. Comba con la llegada de Alfonso XII en 1879 es propiedad del autor.